14 septiembre 2012


Tiras de la cortina de la ducha. El agua resbala tibia por mi piel, te quedas mirándome; un objeto más, un placer más, no ves nada más allá de mi piel, no ves nada más allá de mis rizos perfectamente deshechos por el agua, no ves nada más allá de las gotas posándose en el borde de mis labios, en el perfil de mi nariz. Yo tiemblo por la corriente de aire frío que entra después de tu gesto. Después de cualquier de ellos. Preguntaste una vez si te sería fiel siempre. Te contesté que fiel no, que yo no sé ser fiel, ni siquiera sé para qué sirve la fidelidad. Pero siempre seré honesta contigo –eso te contesté. Te reíste socarronamente, una más de mis ocurrencias. No me tomaste en serio, no le diste muchas vueltas. Pero yo sí; en el fondo, la fidelidad no sirve para mucho, la honestidad me parece una forma de fidelidad mucho más pura, más íntegra. Se extiende más allá del marco de una cama, del marco de una casa, más allá de la seguridad de la noche corriendo desnuda por nuestros cuerpos. Me recorres con la mirada y tiras de la cortina, de nuevo. Me abandonas en este cubículo extraño, esta caja torácica de vaho y azulejos rosas. Totalmente ajeno a mí, desapareces. Podrías haber encendido la televisión y pasar los canales, sin ninguna intención de quedarte más de dos minutos en cada uno. Eso era yo. Ese tu gesto.