11 septiembre 2012

Me arrodillo despacio, como en una especie de ritual. Un ritual interior y pesado, al que sólo yo le encuentro sentido. Fue el viejo Corcza quien me enseñó a mentir. No es mentir, me decía, es sobrevivir. Ahora estoy aquí, delante de este altar, que no me pertenece a mí, ni a mi educación, ni a la sangre que corre por mis venas, que no tendría que significar nada para mí, ante el cual no debería bajar la cabeza, porque no es mío, porque no le debo nada. Sin embargo, al igual que aquellos que sienten pánico al hablar en público y se valen de muletillas, de frases hechas y algunos tics, como náufragos agarrados a unas tablas de madera, yo me valgo de supersticiones infantiles para hacer la vida. Invenciones que creé y con las jugué durante los largos periodos en los que mis padres abandonaban la ciudad y yo quedaba al cargo de una tía totalmente incapacitada para dar algo más que comidas. Así, bajo la cabeza y de rodillas, con las manos juntas, en un puño, rezo y miento. Rezo y pido. Rezo y me culpo. Y vuelvo a mentir ante un dios que no es el mío, pensando que si existe un dios, han de ser muchos y todos estarán en la misma estancia, compartiendo el té o el café o lo que sea que tome un dios a las cinco de la tarde.