En el autobús de regreso a casa pienso en cómo detener esto. El cristal
proyecta una extraña radiografía de luz sobre el suelo, un niño trata de
entender esa visión; pisa la sombra, hace un puño con las ramas del árbol, tapa
los agujeros que irradian luz, con la punta de los pies. No cruzaré los dedos.
Siempre digo lo mismo. No cruzaré los dedos, no tendré miedo, miraré hacia
adelante, seré fuerte, soy fuerte, creeré en mí, cambiaré el mundo, llevaré mi
hogar siempre a cuestas, no deberé nada y todo será mío, no tendré suerte, no
creeré en el destino, no daré explicaciones, no me esconderé. Y el niño comienza a
girar, alza sus brazos, me llama, entro en su danza, la mirada llena de fuegos
artificiales, conozco el juego, estamos juntos, tenemos prisa, el sol, alzamos
aún más los brazos, los ojos en blanco, las bocas abiertas, esperando un
milagro. El autobús gira y nosotros caemos. Pero adentro estamos corriendo tan
a prisa, que los demás pasajeros oyen los cascos de caballos y giran su cabeza.