15 agosto 2012

Los cuentos de la naranja



Se descolgó del árbol y bajó la calle rodando. La piel en llama, el rastro sobre el asfalto. Los niños le daban patadas, magullada y hundida en una de sus caras, siguió por su camino. Abres el paquete de tabaco, quitas una de las lengüetas de cartón y te lías un porro. Yo remuevo el ron-cola con la pajita. Me mareo con su olor. Eso antes me pasaba. Pero era sólo un par de días después de un festival lleno de barro y noche. Luego volvía a las andadas. El viento sopla despacio. Los únicos lugares en los que merece la pena vivir son aquellos en los que aún quedan sitios en los que esconderse. Se arrima al bordillo de la acera, sigue su descenso así, la piel ligeramente levantada por el roce con el hormigón. Tú miras hacia la izquierda, concentrado en unos críos que juegan con un balón hecho con papel de periódico, atado con los cordones de los playeros. Yo miro hacia la derecha, conduzco la mirada hacia el punto de fuga de la calle. Creo un mapa vectorial. La naranja se queda detenida en el badén que forma un sumidero.