No hace mucho tenía veinte y los
dientes perfectos. Ahora acaricia con la mano derecha espina de pescado que
guarda en el bolsillo. Con la izquierda se la pela, cuando el recuerdo de una
chica, medianamente mediana, pasa cerca.
Se acuesta oyendo cascos de
caballo. Se despierta y un niño cayendo de rodillas sobre un pajar; exactamente,
el sonido de la tijereta entre las fibras del calcetín, erizando la piel.
Mientras se prepara un café, el aire de la habitación toma textura de lengua
sobre un trozo de velcro. Cuando consigue que una mujer no lo rehúya, la proximidad
de otro cuerpo le recuerda al contraluz de las pieles blanquecinas, que se
desprenden cuando las quemaduras comienzan a cicatrizar. Se sitúa a una
distancia prudencial y reza porque la chica en cuestión no sea muy avispada.
Pero cualquier distancia prudencial en una cama de 90 resulta visible y un
tanto incómoda.
No sabe arrodillarse ni
ensuciarse. No sabe caer. Tampoco odiar. Por lo que querer de un modo
altruista, hundiendo las manos en el abdomen, mascando el tiempo y la distancia
hasta convertirlos en polvo, es cuanto menos una utopía en su diccionario
personal. Ha de resultar siempre intachable. Al cabo de un tiempo, su figura genera en cualquier
persona con un mínimo de nervio; tensión ocular. Sin embargo, son los demás
quienes se arrugan como papel celofán. Incapaz de reconocerlo, le asquea
descubrir que en la intimidad, todos tienen defectos, manías, cicatrices feas.
Incapaz de amar lo habitual, se refugia en el éxodo de respiro que lo no
conocido, apenas vislumbrado, le proporciona. Le asquea descubrir la
imperfección del cuerpo, siempre más dubitativo que en cualquier portada de un
magazine de moda. Le asquea descubrir la imperfección de una mente, siempre menos
intrincada, menos dócil que en cualquiera de sus imaginaciones freudianas.