‘No
es cierto que haga lo que me da la gana
pero
cuando te dicen muchas veces que no
aprendes
a no pedir permiso.’
-Declaración de Doris Mounds en una entrevista, 1943.
Ya no sé si me hundo o si resisto. Estiro los brazos para que un sastre me tome las medidas y siempre sobra tela. Tropiezo, luego existo. Sueño que tengo un sitio donde meter mi cabeza, en donde enmarañar mis dudas o hacer un racimo de duermevelas. Luego lloro. Pero ya no estoy tan segura de si existo. Por las noches los faros de los coches van oscureciendo la habitación. Traen la conciencia de la oscuridad. Es así como funcionan las cosas.
Abro la boca. Espero que algo me alimente. Una
carretera de polvo y de quizás se me atraganta. Intento vomitar. La lluvia anda
lejos. La niña que llevo dentro a veces se queda callada. Tengo que ir a buscarla,
tirarle de los tobillos e intentar sacarla de ese agujero negro mientras patalea
agarrándose a mis entrañas. Le araño la carne más superficial de los tobillos.
Mi hombro hace clack y la tensión de la resistencia, hace que me rompa la nariz
con una de sus patadas. Y entonces la sangre. Conteniéndose en el quicio del
labio superior. Rompiendo en el marzo de mis labios. Claudicando en el pozo de mis miedos.
Resbalando y abriéndose paso por mi barbilla. Hasta encontrar cobijo en el
embalse de mi cuello o en el solar de mis manos. O hasta traerme el recuerdo de
la pila de mármol blanco en donde aprendí, que cuando el tiempo se roza con la
sangre, los cuerpos se oscurecen y endurecen.