14 abril 2012

Naufragio en tierra firme (III)


‘No es cierto que haga lo que me da la gana
pero cuando te dicen muchas veces que no
aprendes a no pedir permiso.’

-Declaración de Doris Mounds en una entrevista, 1943.



Ya no sé si me hundo o si resisto. Estiro los brazos para que un sastre me tome las medidas y siempre sobra tela. Tropiezo, luego existo. Sueño que tengo un sitio donde meter mi cabeza, en donde enmarañar mis dudas o hacer un racimo de duermevelas. Luego lloro. Pero ya no estoy tan segura de si existo. Por las noches los faros de los coches van oscureciendo la habitación. Traen la conciencia de la oscuridad. Es así como funcionan las cosas.

Abro la boca. Espero que algo me alimente. Una carretera de polvo y de quizás se me atraganta. Intento vomitar. La lluvia anda lejos. La niña que llevo dentro a veces se queda callada. Tengo que ir a buscarla, tirarle de los tobillos e intentar  sacarla de ese agujero negro mientras patalea agarrándose a mis entrañas. Le araño la carne más superficial de los tobillos. Mi hombro hace clack y la tensión de la resistencia, hace que me rompa la nariz con una de sus patadas. Y entonces la sangre. Conteniéndose en el quicio del labio superior. Rompiendo en el marzo de mis labios.  Claudicando en el pozo de mis miedos. Resbalando y abriéndose paso por mi barbilla. Hasta encontrar cobijo en el embalse de mi cuello o en el solar de mis manos. O hasta traerme el recuerdo de la pila de mármol blanco en donde aprendí, que cuando el tiempo se roza con la sangre, los cuerpos se oscurecen y endurecen.