08 marzo 2011

Respiras tranquilo. El eco ha desaparecido. De vez en cuando volverá. Pero no pasa nada. Seguirás pensando que tu espada de madera rompe la piedra. Sólo es ronroneo en el viento. No importa. Acalla rápido tu conciencia. Sin embargo, aun en la consciencia, confundirás el ondeo de las banderas, con el movimiento de su pelo. Ya pasará, dirás. Pero lo que tú no sabes es que hay un tiempo que no pasa que sólo se pasea anclado en los motores de las motocicletas, que corren por la ciudad al compás de los ladridos diurnos de perros espídicos.

Ya es otra mañana. ¿No ves? El paseo del tiempo a través de tu ventana.

El parte meteorológico anuncia: el tiempo de las golondrinas se acerca. Cojan sus paraguas. Ya hay un niño chapoteando despreocupado en los charcos de las aceras. Y lo miras con pena. De las azoteas caen gatos suicidas que han gastado todas sus vidas y tienen miedo del final de la última. Se descuelga la tristeza como buganvillas en el mediterráneo, tan intensa y colorida que desconcierta. Y de las panaderías siguen saliendo hornadas de pan recién hecho, mientras los niños soplan deprisa la masa, entre risas, para que se enfríe. Y allá a lo lejos una chica cae de su bicicleta y jura e insulta mientras llora por la sangre que mana de sus rodillas.

Ya es otra tarde ¿Ves? Es el tiempo que se pasea por las azoteas.

No voy a hablar de la noche. Es un espejo. Y en él se congelan todos los suspiros. No voy a hablar de pájaros azules. Ya lo han hecho otros, mil veces mejor.