Se pochan las cebollas
en el dorado burbujeante de la cazuela.
Se escuchan los chillidos de placer
del fruto más amargo.
Lloran y lloran las pobres,
incluso cuando encuentran compañía
entre el picor punzante de los ajos,
que se cuelan
y se vuelven sepia.
Huele la casa
a esencias extrañas.
Antes era canela y limón,
ahora queda el olor olvidado.
Trance entre fogones y trapos.
Duele lo amargo.
Se angustia el tacto,
contra el frío de la carne.
Se congelan los ojos.
Se cierran los párpados
para evitar el lloro.
Se enclaustra el miedo.
Se quema la carne.
Y el arroz se queda sin agua.