15 marzo 2011

Naufragio en tierra firme (II)

Sólo quiero colocarme

con algo que me calme de verdad.

Encontrar una razón

para la tristeza crónica que me persigue.

Y poder llorar sin sentirme culpable.



Hace frío, frío de verdad, entra desde la ventana, se cuela por debajo de la puerta, o puede que ya estuviera aquí. Sería bastante fácil evitarlo, encender la calefacción, dejarme anestesiar por el calor eléctrico, tarifa nocturna que trae de cabeza mi cuenta bancaria, mis listas de la compra y mi necesidad de vinilos descatalogados. Pero no, sigo tumbada, apartando la manta, mirando al techo, esperando a que el frío anestesie cada parte de mi cuerpo. Cuento lobitos para dormirme y si mañana amanezco congelada será una buena noticia. No recuerdo mucho de mi infancia; azulejos con formas geométricas en amarillo y verde, una jaula oxidada en la cancha donde solíamos jugar, las vías de tren, el olor a limonada y el suelo de parqué cubierto de hormigas cada vez que llegaba el verano. Era una plaga. Siempre una detrás de otra. Perdía tardes, de aquellas no era esa el verbo empleado, era más bien un pasaba tardes, contando cada uno de esos bichitos que aparecían donde menos lo esperabas. Y el moho que cubría los ladrillos de la casa. También recuerdo una noche y la expresión: noche de perros; si la aprendí de aquellas, si la inventé, si la oí después y lo relacioné, ya no lo sé, pero para mí aquella noche y esta expresión siempre irán ligadas. En la casa no había nadie. Y afuera llovía. Desde el patio se deslizaba una luz extraña, demasiado blanca, quizás fuera una tormenta, quizás era la farola que había enfrente de casa, o puede que la mayoría de los detalles los haya añadido con el tiempo. Creo que jugué a hacer carreras con las gotas que se deslizaban por la puerta corrediza que daba al patio, o no. Ahora tampoco estoy segura de eso. Sí recuerdo que volví a subir las escaleras llorando, buscando a mis padres. Y cuando me di cuenta de que no estaban donde debían estar, volví a bajar y me quedé, de nuevo, mirando a través de los cristales. Ahora pienso que con expresión bobalicona, en mi adolescencia, en cambio, preferí darle a toda aquella situación cierto dramatismo que explicase mi nosequé hacia nosequién. Y la expresión: noche de perros, que no sé donde surgió, pero se quedó en mi mente para siempre. Y es una expresión muy fea. Que me da miedo cada vez que la oigo, de una forma muy infantil, muy patética. Casi histérica.






La cursiva es una traducción bastante inexacta de una canción de Doris Mounds