13 octubre 2012


Corre el humo a través de tus dedos. Desde tu boca, por entre tus dientes, atraviesa el frío, se estrella contra el escaparate y rebota, vuelve hacia a ti, trata de enroscarse en mi pelo, me agacho un poco para evitarlo y, por no encontrarme con él, al girar la cabeza descubro la calle, enmudecida, los coches, que conversan en blanco y negro con los semáforos, el baile de los focos en el asfalto mojado. A Lina, en suspensión, saltando desde la acera hasta la segunda raya blanca del paso de cebra, sobrevolando el charco de agua que se acumula y al niño Enrique, tan atento al reflejo que no advierte cómo de su bolsillo se escapan canicas y arena. No hace falta que me pregunte qué andará buscando; le guiño un ojo, porque todos buscamos lo mismo, el principio del mundo. Alargo la mano, necesito que veas todo esto. Entonces, tu gabardina cae al suelo, excepto por la codera que sujeto en mi puño. Un estruendo de truenos y cláxones rompen la ciudad, ahora un periódico pisoteado por una treintena de pies. Todo recupera su color de garganta oprimida; los nervios del mundo son cortados por las ráfagas veloces de los limpiaparabrisas, los gallos cacarean desde la planta baja del mercado y yo miro hacia el escaparate y sólo me encuentro a mí, sigo gesticulando por un tiempo, percibo a las chicas que se tapan la boca con risa en los ojos, a los hombres que cambian de acera. De mis manos se caen pedazos de vida, los puños de mi chaqueta están sucios. Dirijo la mirada hacia el suelo, la piel raspada, sin brillo de mis zapatos, mis pies dentro de unos calcetines de deporte gastados ¿Es posible que haya pasado tanto tiempo desde la última vez que compartimos aquel cigarro?