Corre el humo a través de tus
dedos. Desde tu boca, por entre tus dientes, atraviesa el frío, se estrella
contra el escaparate y rebota, vuelve hacia a ti, trata de enroscarse en mi
pelo, me agacho un poco para evitarlo y, por no encontrarme con él, al girar la
cabeza descubro la calle, enmudecida, los coches, que conversan en blanco y
negro con los semáforos, el baile de los focos en el asfalto mojado. A Lina, en
suspensión, saltando desde la acera hasta la segunda raya blanca del paso de
cebra, sobrevolando el charco de agua que se acumula y al niño Enrique, tan
atento al reflejo que no advierte cómo de su bolsillo se escapan canicas y
arena. No hace falta que me pregunte qué andará buscando; le guiño un ojo, porque
todos buscamos lo mismo, el principio del mundo. Alargo la mano, necesito que
veas todo esto. Entonces, tu gabardina cae al suelo, excepto por la codera que
sujeto en mi puño. Un estruendo de truenos y cláxones rompen la ciudad, ahora
un periódico pisoteado por una treintena de pies. Todo recupera su color de
garganta oprimida; los nervios del mundo son cortados por las ráfagas veloces
de los limpiaparabrisas, los gallos cacarean desde la planta baja del mercado y
yo miro hacia el escaparate y sólo me encuentro a mí, sigo gesticulando por un
tiempo, percibo a las chicas que se tapan la boca con risa en los ojos, a los
hombres que cambian de acera. De mis manos se caen pedazos de vida, los puños
de mi chaqueta están sucios. Dirijo la mirada hacia el suelo, la piel raspada,
sin brillo de mis zapatos, mis pies dentro de unos calcetines de deporte
gastados ¿Es posible que haya pasado tanto tiempo desde la última vez que
compartimos aquel cigarro?