Llueve. La casa, grande y
desconocida, se extiende en un bostezo que suena a gruta. Se rasca la barriga
con autosuficiencia y arrogancia. Para, minutos después, contorsionarse,
tratando de alcanzar la región que queda entre omóplato y omóplato. Un
clac-clac-clac inunda el espacio, como si fuera el mecanismo de un reloj de
pulsera para gigantes. Al fondo del pasillo, las tripas de cobre resuenan y su
eco llega acompañado de las pisadas amortiguadas por la alfombra, de un hombre
camuflado en el negro. Avanza despacio, cansado, esparce su tristeza y derrama
el líquido del miedo por debajo de las puertas. No sabe hacia dónde camina, la
desgana hace que enganche las punteras de sus zapatos contra la tarima cada
tres pasos, de la misma forma en la que unos dedos culpables pasan las cuentas
de un rosario.
Así, la niña tonta y asustada da de comer a sus palomas grises,
escribiendo esto despacio en su cabeza. Al tiempo que se introduce debajo del
edredón; con cuidado de no hacer ruido, de no respirar muy profundo, de no latir
muy fuerte. Intentando estarse muy quieta porque así, seguro que el hombre se
va.