Una
sonoridad de crema catalana
rompiéndose
bajo la
mirada ansiosa del niño
cuarteará la
piel y despertará a los ojos
en mitad de
una siesta vasta y arenosa
para
informar sobre la decadencia de la carne
que se
aproxima, inexorable
y abre puertas a golpe de suela metálica,
dejando
escapar a los animales salvajes que habitan la casa
y cubren de
mantel la mesa de la cocina.
Saldrán en
tropel, sin orden,
dando un
concierto de cacerolas y miedo,
mientras una
mano silenciosa y tula
forma una
montaña de granos de arena
sobre el
pecho desnudo
y confirma, que apenas llega el tiempo para un suspiro
¡Y basta! ¡No es cierto!
Lo tengo todo aquí,
agolpado en
las muñecas
y a los
gusanos
sólo pienso
dejarles los restos.