A las 16.03 me vestí de infinito. Postergué la charla sobre la muerta,
las enfermedades autoinmunes y el chico de nombre adulto, para un momento
ulterior. Abrí la boca y expulsé 40 o 10.000 mariposas rubeacumbiat que iluminaron la habitación, momentos antes de
desaparecer devoradas por el glaciar amarillo que penetraba los vidrios de la
habitación. Neoprocedí, entonces, al desquembalaque del café, disciplina que
aprovecha el momento álgido del baile entre gravedad y polvo de café, para producir
una corriente eléctrica capaz de impulsar el avance de miles de atajos. Fue
en ese instante cuando estuve cerca de acariciar el pelaje sosegado con el que
-dicen los afortunados- cuenta la manifestación súbita y espontánea del sentido
de la vida. Sin embargo, un hilo rojo, improcedente en tonalidad y vericueto, resplandeciendo
sobre el blanco impoluto de mi blusa, hizo que este animal asustadizo abandonase
rápido la habitación, descubriendo que en realidad la estancia, hasta entonces
acogedora y familiar, no era tal, sino un desierto de tonalidades anaranjadas y
malvas, en el que algunos matojos de hierba rala, trataban de ser festín para
los pocos hunmus que aún habitaban el lugar.