15 junio 2012


A las 16.03 me vestí de infinito. Postergué la charla sobre la muerta, las enfermedades autoinmunes y el chico de nombre adulto, para un momento ulterior. Abrí la boca y expulsé 40 o 10.000 mariposas rubeacumbiat que iluminaron la habitación, momentos antes de desaparecer devoradas por el glaciar amarillo que penetraba los vidrios de la habitación. Neoprocedí, entonces, al desquembalaque del café, disciplina que aprovecha el momento álgido del baile entre gravedad y polvo de café, para producir una corriente eléctrica capaz de impulsar el avance de miles de atajos. Fue en ese instante cuando estuve cerca de acariciar el pelaje sosegado con el que -dicen los afortunados- cuenta la manifestación súbita y espontánea del sentido de la vida. Sin embargo, un hilo rojo, improcedente en tonalidad y vericueto, resplandeciendo sobre el blanco impoluto de mi blusa, hizo que este animal asustadizo abandonase rápido la habitación, descubriendo que en realidad la estancia, hasta entonces acogedora y familiar, no era tal, sino un desierto de tonalidades anaranjadas y malvas, en el que algunos matojos de hierba rala, trataban de ser festín para los pocos hunmus que aún habitaban el lugar.