Apremiar al día
como al niño que no acaba nunca la merienda
empujar el fluir de la noche
por el hueco del cuenco de unas manos
desconocidas o lejanas, qué más da.
Y apurar la tarde apretando el rostro
contra el cristal frío de cualquier comercio
líquido comunicante con otra vida
aspirar los humos de la otra habitación
y escribir quizás sobre el vaho sobre el cristal
sobre el aire de otra vida.