Ladran los perros. Sólo queda la casa en ruinas. La puerta azul desconchada, desvencijada, invita a entrar. En la soledad, del final. En el escalofrío, del
principio. Quedan las casas vacías. Al final del túnel la luz se diluye. Queda la luz, en la retina, y la pupila dilatada. Y el brillo espídico baila en el
pulso de tu mano, se agarra a mi cintura. Mi cintura se sacude. Y rompe el ritmo. Se sacude más. Ahora las piernas, arrítmicas, golpean el suelo. Los cimientos se tambalean, llegan risas alejadas.
En el salón. Debe ser el salón. Celebran una reunión. Se debate. Se debate sobre bailes, cancanes y canapés baratos. Y tu pupila, en mi pupila, ósmosis. Se sacuden mis pestañas el silencio acumulado. Y como el insomne que despierta de un sueño largo y profundo, dos horas sin desvelos, pruebo a mirar al techo,
que se cae, y bandadas de pájaros recorren el haz de luz. En la cocina, hordas de gatos hablan sobre la nueva situación mundial: la noción del desconocimiento, se plantea como posible titular del matinal. Y comen. Y beben. Como si diera igual todo lo demás. Si es que no hay nada más. Dicen un gato canela de bigotes cuidadosamente recortados. Afuera se le ladra al cielo, y caen de las nubes raíces como rayos siderales, atropello de la noción del tiempo. Que no es más que el camino desde tu espalda a la ventana, laberinto de cristales. Dejo
de moverme. Y la habitación deja de girar. O es quizás la habitación la que deja de girar para que yo deje de moverme. Da igual. Me apoyo en la pared, pero los cimientos se desmoronan, caigo entre polvo y ladrillos, entre pintura desconchada, entre tuberías que vierten agua. Y me quedo quieta, absorta, asombrada
del ruido que hace el silencio en esta casa con facturas de la luz sin pagar, en esta casa, sin agua caliente, sin calefacción central. Y quieta, muy quieta levanto las palmas de las manos, trato de enfocar la mirada, sobre el pulso inseguro, y siento la sangre manar de mi nariz. Un hilo débil, un hilo extraño,
ajeno a mi, que se genera en mi.
principio. Quedan las casas vacías. Al final del túnel la luz se diluye. Queda la luz, en la retina, y la pupila dilatada. Y el brillo espídico baila en el
pulso de tu mano, se agarra a mi cintura. Mi cintura se sacude. Y rompe el ritmo. Se sacude más. Ahora las piernas, arrítmicas, golpean el suelo. Los cimientos se tambalean, llegan risas alejadas.
En el salón. Debe ser el salón. Celebran una reunión. Se debate. Se debate sobre bailes, cancanes y canapés baratos. Y tu pupila, en mi pupila, ósmosis. Se sacuden mis pestañas el silencio acumulado. Y como el insomne que despierta de un sueño largo y profundo, dos horas sin desvelos, pruebo a mirar al techo,
que se cae, y bandadas de pájaros recorren el haz de luz. En la cocina, hordas de gatos hablan sobre la nueva situación mundial: la noción del desconocimiento, se plantea como posible titular del matinal. Y comen. Y beben. Como si diera igual todo lo demás. Si es que no hay nada más. Dicen un gato canela de bigotes cuidadosamente recortados. Afuera se le ladra al cielo, y caen de las nubes raíces como rayos siderales, atropello de la noción del tiempo. Que no es más que el camino desde tu espalda a la ventana, laberinto de cristales. Dejo
de moverme. Y la habitación deja de girar. O es quizás la habitación la que deja de girar para que yo deje de moverme. Da igual. Me apoyo en la pared, pero los cimientos se desmoronan, caigo entre polvo y ladrillos, entre pintura desconchada, entre tuberías que vierten agua. Y me quedo quieta, absorta, asombrada
del ruido que hace el silencio en esta casa con facturas de la luz sin pagar, en esta casa, sin agua caliente, sin calefacción central. Y quieta, muy quieta levanto las palmas de las manos, trato de enfocar la mirada, sobre el pulso inseguro, y siento la sangre manar de mi nariz. Un hilo débil, un hilo extraño,
ajeno a mi, que se genera en mi.
