10 mayo 2011

Cuatro gaviotas planean en el cielo, confundidas entre los humos de la ciudad gris, perforan los oídos de un niño que, sin pensarlo, se tira al suelo, encogido, tapándose la cabeza con las manos. Mientras, la gente vuelve la cabeza, sin pararse. Miles de transeúntes, un sinfín de modos. Ojos olvidados que tratan de encontrar miradas fugaces que coincidan durante un microsegundo con ellos. Manos tibias que se esconden temerosas en los bolsillos. Hombros caídos que han dejado de esperar la arena dorada al final de los adoquines.

Tiempo al tiempo como moneda de cambio, sudores fríos que resbalan por mi frente, estados febriles de la mente, potenciadores naturales que se elevan, en espiral, hacia el techo sin fin de la habitación.

Ya sólo queda tierra en las botas húmedas, en los calcetines agujereados.