28 octubre 2010

Notas. Nada más.

Uno de tantos cafés cayó al suelo, un tras, el sonido se paralizó. Un rayo de luz, de los pocos que consiguen atravesar el hormigón y llegar a esta habitación de techos bajos y sonidos distorsionados, dio de lleno sobre el revoltijo de sábanas y mantas. La sensación de nada nuevo se expandió como una onda masiva. Al otro lado de la habitación los lloros convulsos por la muerte inesperada sacudían al silencio. Un racimo de lamentos, de muestras de afecto sofocadas por la timidez, por la confianza desconfiada de familiares que tan sólo se reencuentran en estas ocasiones, prendía fuego al dolor.

Poco a poco las voces se alejan, el malestar y la incomodidad cierran la puerta de esa casa conocida y desconocida, querida sin saber bien porqué. Al final de la escena, cuando el telón ya ha sido bajado por los que pueden continuar, tan sólo queda uno de los lloros, el más profundo, el infinito, el único que compartió cama y fatigas, lágrimas y sonrisas con él, él frio. Un lamento distorsionado, sofocado, que se va perdiendo entre las horas muertas, entre la oscuridad que poco a poco se repliega y deja paso a una nueva mañana.