19 enero 2012

Señor...

En la cámara frigorífica el frío de los ganchos atraviesa la carne del cerdo, quema la piel del empleado, inunda el labio, cuartea la piel y cesa la sangre. Señor qué está pasando que no hay sangre en el suelo –me pregunto. Me enfundo los guantes y el frío de la carne resquebraja el vello semitransparente de mi antebrazo. Los cerdos que cuelgan del techo no tienen ojos. Un látigo de electricidad inunda mi espalda. Sé que está pasando algo. Pero es sólo el sonido de un avispero. Golpeteo de los pies contra el suelo. Todo en calma. No se mueve nada, sólo el vapor frío. Todo en calma. La calma me crispa. Y fijo mi vista en una de las lámparas, si la córnea me arde, seré libre. Si la córnea me arde es que ha vuelto. Fijo la vista en sus entrañas. No hay pudor en ver la herida de algo tan ajeno como un cerdo. Un cerdo abierto en canal. Vaciado de vísceras. Es el inicio de la nada. Es el vacío de la mirada. La puerta de la miseria es la carne muerta. El cielo se abre y vuelvo a sentir el vértigo de hace tiempo. Pero se escapa en un pellizco de aire. Señor, qué coño está pasando. Todo sucede despacio. Parece el final de una carretera en verano. Señor qué está pasando. Y un cuchillo se hunde en la carne tiesa del cerdo. El sonido de cartulina inunda la estancia. Imagino hordas de brazos hundiendo la carne en el cemento, imagino la sangre, el ruido de los huesos rotos y la felicidad del sonido brusco de la adrenalina. Y el cuchillo abre la carne. Señor, a dónde se ha ido la sangre.