09 octubre 2011

Un acto de altruismo

Cuando ocurrió el hecho que me dispongo a relatar estábamos ya, más cerca del día que de la noche, más cerca de la arcada que de la náusea, más cerca del cambio que del climático; sea lo que sea lo que quiero decir con esta sarta de boberías. El caso es que era tarde. Tarde y yo trataba de abrir el puto portal. Puto por el hierro forjado lacado en negro, por los cristales pesado que retumban cada vez que le meto una patada para que se desatasque. Puto porque demuestra que hace cinco años que no practico deporte en serio. Como si alguna vez lo hubiera hecho en serio. Ja. En serio. En serio yo. Y puta la llave, que se atasca, se atasca y ni palante ni patrás. Cuarta patada, ahora sí. Pero mierda, hostiaputaya, qué coño quieres. No lo dije en voz alta. Yo no increpo en voz alta. Lo hago con la mirada. Y eso lo sabe cualquiera que se jacte de conocerme un poquito. De cordero degollado a monstruo de las cloacas (cocodrilo, vamos) media la intromisión inoportuna de cualquier transeunte que quiera hablar conmigo. El transeúnte al que me refiero, la verdad, es que no merece ser tratado de transeúnte a secas, un transeúnte cualquiera suena a poco, en su caso, sobretodo teniendo en cuenta que en la mano izquierda portaba una navaja y en la derecha la cantinela de:

-- ¡La sombra o la vida!

Yo, que nunca he sido atracada, más allá de en un par de libros y unas cuantas películas, no estaba totalmente familiarizada con el argot atraquil, pero vamos, el grito me sonó raro, como si a la expresión le faltara o le sobrara algo. Presa de la confusión. Que es, por otra parte, como normalmente me hallo: presa. E incapaz de articular palabra o sonido coherente. Pensando en cómo responder. Qué se elige en situaciones así. La sombra o la vida, la sombra o la vida, la sombra en la vida, la sombra o la vida. Todo ésto, osea, sólo ésto, pasaba por mi cabeza a modo de pantalla de ordenador o pantalla de arrivals (qué vivida que soy: arrivals, digo) en un aeropuerto. Letras amarillas hechas con puntitos de luz sobre un fondo negro, que se movían muy aprisa, casi rozando el efecto barrido del Movie Marker.

Total, que el tipo, apiadándose de mi estado, modo bucle on, y en un acto de buena fe, viendo que difícilmente saldría de ese estado si alguien no me echaba un cable (o una mano, o una soga). Pronto, prontito, ya. Me asestó un navajazo, el buen hombre, de vientre a vientre. Porque al costado no llegó. Todo hay que decirlo. Qué dominio del utensilio. Qué profesionalidad. Pues eso, cómo iba diciendo, tal inusitado acto de altruismo, sorprendiome, al no haberlo visto nunca antes. Pues acto seguido, y después de la caridad, echó a correr calle abajo (Ai, de las calles que se introducen bajo tierra, qué mál trazadas las ciudades).

Así que ya, con mi navajazo sangrando, y feliz por haber salido del estado vegetal en el que me hallaba. Con mi corte infectado (o infestado) de decisiones ajenas, empujé el puto portal de hierro fundido y cristales temblorosos, subí las escaleras del edificio y entré en mi casa. Me desvestí y ya en la bañera, dispuesta a lavarme la herida, de una forma aséptica, médica y nada poética. Pues se trataba de una herida común, de las que sangran y dejan costra (Mierda, todas hacen lo mismo) ¡Leches ya! El caso es que me di cuenta, en ese momento, de lo mucho que odio el blanco de los lavabos y bañeras al teñirse de rojo. Y, casi, también, al mismo tiempo, me percaté de lo estúpida que había sido, de lo que me hubiese evitado, si en vez de quedarme varada en ese sombra-vida, hubiese pensado, lo más probable, lo más fácil:

El tipo estaba congestionado.